Bajo el título "Viajando en la buseta", intento narrar algunas de las situaciones que suelen ocurrir en los trayectos intermunicipales. Se tiene la idea de que estas rutas, por lo cortas, son no-lugares. Sorpresivamente, cuando uno cree que no pasa nada, termina pasando tanto que pasa de todo.
¡Espero sean de su agrado!
Historia N° 1
Por cuestiones de trabajo debía desplazarme algunos días entre semana hasta Yopal. Ese jueves cuando regresaba a casa, iba malgeniado por las mismas pendejadas de siempre; el trabajo, los disgustos con mi padre, la gente impuntual, en fin. Para colmo, la buseta que tomé se estaba demorando una eternidad; parando aquí, parando allá, acabando con la poca paciencia que aún me quedaba. Cuando por fin el vehículo se dispuso a coger carretera, rogaba por estar en casa lo más pronto posible.
Por lo general, los conductores suelen acompañar el trayecto con música, pero esta vez, como cosa rara, hubo una película. Me parecía extraño hasta que me percaté que el destino final de esa ruta sería Arauca. La película en cuestión era Avengers: Infinity War. Nunca la había visto, y aunque no soy muy fan de ese tipo de filmes, me predispuse a verla. Era eso o seguir dañándome la cabeza con los disgustos que traía.
Tuve que estar muy concentrado en la pantalla, ya que seguía la trama solo con las imágenes, pues el ruido del vehículo y el aire que entraba por las ventanas, dificultaba oír con claridad el audio. Tengo que admitirlo, pese a la interferencia al sonido, en apenas 30 minutos me había enganchado con la película. Aunque enfocaba toda mi atención en la pantalla, en alguna que otra distracción percibía el exceso de velocidad en el que éramos transportados. El conductor intentaba recuperar el tiempo perdido en el embarque.
Hubo una nueva parada, otra vez un pasajero hacía detener la buseta. El vehículo se demoró tal vez unos 15 a 20 minutos, ya que la compuerta de pasajeros presentaba problemas para abrirse, tiempo que no desperdicie en afanes sin sentido, sino que lo aproveché para continuar viendo los Vengadores sin tanta interferencia. Gracias a la intervención de un pasajero, por cierto bien robusto, la puerta por fin pudo abrirse y el vehículo retomó la marcha. El audio nuevamente se hizo ininteligible.
Aquel filme se encontraba en la escena, creo que era esa, donde los Vengadores en compañía de los Guardianes de la Galaxia, peleaban contra Thanos, intentando robarle el guante que portaba las gemas del infinito. En ese momento, se escuchó el rechinar del sistema de frenos que respondía al intento infructuoso del conductor por disminuir la velocidad con que venía la buseta, a fin de no impactar de golpe con un policía acostado.
Aquel sonido, presagio de tragedias, generó en mí un solo pensamiento: chocaríamos contra algo. Me encontraba en la parte intermedia de la buseta, por lo que no podía apreciar lo que sucedía al frente, de ahí que de ese rechinar solo pude imaginar lo peor. El vehículo, que en ese momento iría a más de 100 km por hora, se estremeció de forma violenta al pasar sus dos troques por el reductor de velocidad. En cuestión de segundos los pasajeros saltamos, casi sin advertirlo, sobre los asientos.
Pasado el estrépito, permanecimos en silencio por un rato. Metros adelante, ya en relativa calma, el conductor bastante apenado nos ofreció disculpas por su falla. Acto seguido, una joven que se encontraba en la parte posterior del vehículo comenzó a exclamar — ¡Pare señor, pare!, dirigiéndose al conductor. Un pasajero se había roto la cabeza, el mismo que ayudó para que la compuerta se abriera. Cuando giré mi vista hacia atrás, vi como el hombre, presionando su mano derecha contra su cráneo, intentaba taponar la sangre que le brotaba de la herida. Su cabeza había chocado contra el techo de la buseta en aquel impacto.
Hasta ese momento, pese a que era consciente de lo cerca que estuvimos de habernos volcado, no experimenté ningún tipo de temor o pánico. Incluso, en esos instantes me entró una llamada de mi madre preguntándome si ya estaba por llegar, y en la más completa calma le respondí que sí. Por supuesto no le mencioné lo que acaba de ocurrir, la hubiese preocupado por algo que ya era una anécdota. Solo hasta ver la sangre que se escurría entre los de dedos del afectado, sentí una presión momentánea pero fuerte en mi pecho.
Los pasajeros entramos en un estado como de zozobra en los kilómetros siguientes. La actitud del conductor, poco serena hasta aquí, nos hacía pensar que no sería extraño si de nuevo chocábamos de pleno, en el mejor de los casos, contra otro reductor de velocidad. Por fortuna, llegué a mi destino completico, tal y como había zarpado.
Al bajar del vehículo, anoté su número para reportar el incidente ante la empresa transportadora, cosa que nunca hice. Estando ya en casa, en medio de mis reflexiones y risas, me di cuenta de que horas antes pude haber muerto en aquella buseta. Sé lo irónica que puede llegar a ser la vida, y más aún la muerte, pero nunca habría imaginado que mi existencia pudo haberse apagado mientras veía una película de Marvel.
Expulsiones violentas
Llegué al terminal a eso de las 6.30 a.m., la buseta estaba por salir. Llevaba conmigo, además de mi bolso, una caja que contenía un computador de escritorio que compré hace dos meses. Lo llevaba para pasarlo por garantía, además de lento, cada cierto tiempo la pantalla se ponía azul, y junto a ella, aparecía una carita triste.
Al subirme al vehículo me percaté que solo quedaba un puesto disponible, justo en la parte de atrás. Vi como muy estrecho e incómodo la cosa que pensé en no abordar, pero iba sobre el tiempo, así que me introduje por completo en la buseta y, encorvándome un poco para no tropezar con el techo de esta, tomé asiento. Respecto a la caja, tuve que acomodarla en el pasillo de entrada, ya que no cabía en el pequeño portamaletas, obstruyendo notoriamente la movilidad de los demás pasajeros.
También en la parte de atrás se encontraba una pareja con un niño, quien viajaba sentado en las piernas de su padre. Por su forma de vestir y sus rostros color canela, un tanto opaco por la exposición frecuente al sol, se notaba que vivían en el campo, vegueros pura cepa. Al parecer viajaban por asuntos médicos, o eso supuse al observar que la señora portaba una capeta con el logo de una clínica.
Transcurrían tal vez 30 minutos de recorrido, cuando noté que la madre del niño comenzó a vomitar. Estábamos cerca de cruzar el puente del río Pauto. Luego de cruzarlo, ella de nuevo vomitó. Me pareció inusual que un tramo tan corto alguien vomitara seguido. Noté además que pese a lo cerca que me encontraba, nos separaba a penas un puesto, no percibía ningún tipo de olor de aquella erupción bucal, de lo que nos ha salvado el tapabocas, dije para mí.
Transcurrieron otros veinte minutos, cuando por tercera vez la doña evacuaba contenido de su estómago. Un sentimiento de alarma hizo que volteara a verla. Ella, con una cara de muerto, apoyaba su cabeza sobre la ventana mientras en una bolsa negra depositaba todo lo que salía por su boca. Su pareja, que hasta ese momento me sorprendía por lo callado que se mostraba, interrumpió aquel silencio con un comentario que me causo gracia.
—Este carro está brincando mucho, dijo.
— Lo que pasa es que en la parte de atrás se sienten más los huecos y el movimiento del vehículo, respondí casi por inercia.
— ¡Cierto que sí!, contestó el señor, virando su canela cara sobre mí.
No sé por qué, pero me entraron unas ganas terribles de contarle aquel sujeto lo que me sucedió en días anteriores, cuando viajaba también en una buseta y esta estuvo a punto de volcarse. Pero hubiese preocupado de más a un hombre que ya de por sí se mostraba intranquilo, como indefenso ante todo lo que allí sucedía. Su cuerpo, que dejaba ver una rudeza propia de su composición, y de largas y extenuantes jornadas de trabajo, en nada se asemejaba con su espíritu, que se percibía tan frágil como ese cielo que intenta detener los aguaceros de mayo.
A todas estas, la señora seguía expulsando cuanto contenido su organismo dejara evacuar. No sé si me estaba preocupando de más, sobre todo por alguien que no conocía, pero sentí que se debía hacer algo. Con anterioridad noté que las ventanas no se desplazaban hacia los lados como de costumbre, por lo que le dije al «señor silencio», que intentara empujarla un poco, con el fin de que el aire que entrase refrescara a su mujer. Hice lo mismo con la ventana que estaba a mi lado, acción que también fue emulada por una joven que se encontraba en la parte intermedia de la buseta. No sé si aquello sirvió de algo, pero por lo menos en los kilómetros siguientes dejamos de escuchar aquellas expulsiones violentas.
Llegando a Yopal, casi sobre el puente la Cabuya, la señora volvió a vomitar.
— ¡Pobrecita!, exclamó en voz baja una pasajera que se encontraba en la parte de adelante. Cuando llegamos al parador que queda sobre la marginal*, la joven que copió mi acción de abrir la ventana, que por su rostro calculé que no tendría más de 18 años, dijo a su acompañante;
—Esperemos que el señor de la caja baje primero.
Sonreí en silencio por lo de «señor», pero tenía razón, mi caja obstruía la salida. Antes de bajarme volví mis ojos hacia la señora, y deseé internamente que encontrara alivio pronto. Y lo deseé mientras aún estaba en la buseta, sabía que apenas bajase, que mis pies tocaran el suelo, me enfocaría de nuevo en mis cosas, en mis afanes, y ella, por quien llegué a preocuparme en algún momento, dejaría de existir para mí, otra vez.
*La Marginal de la Selva es una vía nacional que comunica principalmente a los departamentos de la Orinoquia.
El satélite
Cumplidas mis tareas de la semana en el trabajo, me dispongo a retornar a casa. Para ello, me dirijo al satélite, como es conocido aquel sitio donde paran los buses antes de partir al norte del departamento, incluso fuera de él. Es un área de aproximadamente 48 metros cuadrados, inmerso en medio de una bahía improvisada sobre la transversal 18 (Yopal). En aquel ecosistema fruto del transporte de pasajeros; conductores, despachadores, usuarios, vendedores ambulantes, pregoneros, limosneros y hasta ladrones, conviven e interactúan durante su estancia allí.
A unos cuantos pasos de llegar al lugar, un individuo que viste una bermuda tipo militar y un esqueleto blanco, grita en repetidas ocasiones: ¡Pore la Paz, Pore la Paz! Al advertir mi presencia, detectando mi condición de viajero quizás por mi morral, me pregunta hacia donde me dirijo. Al responderle, da media vuelta y me conduce hasta el empleado de la empresa transportadora que se encarga de vender los tiquetes.
El despachador, luego de confirmar mi destino, me invita a subir a la buseta. Una vez allí soy abordado, al igual que el resto de pasajeros, por varios sujetos, tan peculiares como rutinarios. Lo que pasa a continuación, rayando entre lo inverosímil y lo estrafalario, sucede cada quince minutos durante las 6:00 a.m. y las 9:00 p.m, casi todos los días. El primero individuo en entrar en acción es un tipo que vende accesorios electrónicos (USB con la música del momento, audífonos, cargadores, etc.), que también puede ir equipado con correas y billeteras, supuestamente de cuero. Tan pronto baja del vehículo, le sigue un hombre que comercializa el linimento veneciano, la pomada verde, la pomada caliente, pomada de coca y marihuana, y de cuanto menjurje lleve consigo.
Llega el momento de los productos alimenticios. Primero, una mujer de unos cincuenta años tal vez, con una canasta de mercado engarzada en su antebrazo, ofrece chicharrones, rosquillas de arroz, habas y maní salado, tajadas de plátano y bofe frito. Luego, otra mujer, un poco más joven, ofrece mandarinas, las cuales lleva acomodadas de forma vertical en bolsas plásticas transparentes.
Ahora, es el turno para aquellos que la fortuna los ha eludido, y también, para aquellos que en ocasiones y espacios disímiles, tienen una desgracia distinta. Es así como, sin aparente estupor ni pena, el sujeto que está completando lo del pasaje, el que no tiene para dar de comer a sus hijos o el que necesita con urgencia practicarse una operación médica, te pide dinero acudiendo a la caridad de un buen samaritano, bajo la promesa de una retribución divina.
Cerrando esta especie de mercado persa, sube al vehículo un personaje que considero insignia, de esos que no pueden faltar en sitios como este. Su lugar allí es el de pregonero. Cuando advierte que la ruta esta por partir, sube a esta pronunciando un pequeño discurso, que si mi memoria no me falla, es exactamente igual cada vez que lo repite. En él, expresa la condición de ceguera que padece, y la imposibilidad de trabajar en otro tipo actividad dada su condición. Luego de recitado el discurso, pasa por los puestos tanteando con sus manos el hombro o las piernas de los pasajeros, preguntándoles si desean colaborarle con algo de dinero.
Supongo que la frecuencia con la que he viajado en estos últimos meses, ha hecho que me acostumbre a ese ambiente, pasando por alto en ocasiones lo incómodo que puede llegar a ser. De todas las peculiaridades de este paisaje pintoresco y por demás exótico, lo que más llama mi atención es la sincronía con la que esos mini satélites aprovechan la luz que les otorga el astro rey, sin llegar a interrumpirse en sus movimientos.
La compuerta se cierra y el aluvión de gente entrando y saliendo cesa. Mientras tanto, el satélite entra en reposo por algunos instantes, a la espera de engranar de nuevo con esa rueda oscilante e impredecible llamada destino.
El fin
Para esta entrega quise hacer un pequeño video con la lectura de la historia N° 4. Aquí va👇.
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