Mientras comía empanadas en un pequeño local, dos mujeres muy cerca de mí conversaban sobre un hombre que le daba la oportunidad a una de ellas de tener un empleo.
—Por fin sirvió ser amiga de ese man, dijo la más joven.
Me causó gracia pero no extrañeza las palabras de la chica.
Por supuesto, su comentario no deja de sonar algo egoísta. Pero que los
vínculos humanos, como la amistad, estén basados en el rédito que de él pueda
obtenerse, no es una novedad.
Aristóteles decía que existe una amistad basada en la
utilidad, donde lo que se valora de un amigo es su beneficio. Y aunque
para muchos esta idea puede ser discutible, es viable según el propio
Aristóteles cuando hay una comprensión compartida del origen de la
amistad [1]. Dime que tan útil eres y te diré que tan amigos
podemos ser, sería quizás el adagio aplicable en este caso.
Sin embargo, pese a existir consenso y conciencia del tipo
de amistad que estamos entablando, ese provecho recíproco con el tiempo puede
derivar en un repugnante manoseo del otro.
Decir que al entablar una relación de afecto con alguien no
haya ningún tipo de interés, sería mentir. Porque aunque no busquemos nada
material, podemos estar tras esas sensaciones que nos hacen bien y que no
encontramos en otro lugar. Pero relegar un vínculo tan bello como la amistad a
una mera transacción de beneficios, no deja de parecerme propio de seres
mezquinos.
Y es justo allí donde me surge un par de interrogantes:
¿Debe la amistad ser un intercambio recíproco y constante de ayudas y favores?,
¿considerarse buen amigo de alguien significa estar siempre a su lado? Algo me
dice que estamos condicionando los lazos afectivos a una continua prestación de
servicios personales, que de interrumpirse, podría dar origen a una serie de
disgustos y malentendidos, en el mejor de los casos.
Todos necesitamos en algún momento esa mano amiga, ese
abrazo o ese consejo indicándonos que todo estará bien. Anhelamos tener a
alguien que, en la enfermedad o el desempleo, nos dé su apoyo y nos haga saber
que no estamos solos. Pero pretender recibir ayuda cada vez que la requerimos,
aparte de ser materialmente imposible, es de un egoísmo y atrevimiento propio
de esta época.
Tal vez no haya objeción en que un buen amigo es aquel con
el que disfrutas los días soleados, y al mismo tiempo con el que te resguardas
cuando el sol raya de frente. ¿Pero y si concertarnos que la amistad también es
conversar sobre cosas sin importancia? De recordar las novelas y los muñequitos
que de niño veías en la T.V. o de compartir una cerveza o una comida un viernes
por la noche echando chisme.
Ni hablar de ese libro que regalas por el simple de hecho de
creer que le gustará a esa otra persona, o le hará bien su lectura.
Hay un pasaje en el Libro del desasosiego, de Pessoa, que
dice: «¿Por qué es bello el arte? Porque es inútil. ¿Por qué es fea la vida?
Porque está llena de fines y propósitos e intenciones».
Un amigo de verdad no atiende tu llamado de auxilio para
acumular puntos y luego redimirlos al necesitar un favor tuyo. Te ayuda porque
odiaría saber que las conversaciones sobre asuntos sin importancia, no van más.
Sentiría un gran vacío al no poder enviarte esa frase interesante que encontró
en el libro que está leyendo, o ese meme o tuit divertido que vio en internet.
La vida ya de por sí es compleja (y eso es quedarse corto),
como para imponerle a otro parroquiano la difícil tarea de salvarte el pellejo
cada vez que lo requieras. Aprendamos a disfrutar lo hermoso de lo inútil, y
tal vez las decepciones serán menos. Y los amigos, los buenos, más.
Referencia:
[1] Katz, Emily. (01 de junio de 2023). Tres
lecciones de Aristóteles sobre la amistad. Ethic. https://ethic.es/
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