Debe ser porque es junio, porque
me parece que el ambiente en Colombia huele a cansancio, o a que llueve casi
todos los días, que creo escuchar Las tardes grises de junio de Jorge
Guerrero en cualquier lugar. Es eso, o se me corrió la teja del todo.
Entro a una tienda a comprar una
botella de agua, está sonando la canción. Paso cerca de un billar o una
cantina, los clientes tararean la canción. Prendo la radio, ¡y oh sorpresa!, el
locutor anuncia que a petición de un fiel oyente dejará sonar esa canción. Incluso
el otro día, mientras pagaba el recibo de la luz, un reciclador, muy impávido
él, caminaba por la calle empujando una carreta de la cual a todo volumen
Guerrero cantaba su famoso tema.
Tal vez sea esa inevitable manía
mía de ver todo desde la óptica literaria, que creí en un primer momento que
aquella sucesión de encuentros musicales trataba de decirme algo. Pero a pesar
de mi rápida búsqueda, temía que el supuesto mensaje se diluyera en la región
del olvido, no lo encontré. O no lo vi, o era de nuevo mi habitual
sobrepensadera haciendo de las suyas.
Por suerte se me pasó la
pendejada. Luego, pensé en la acertada decisión de acompañar mi existencia con
la música de Jorge Guerrero. No recuerdo con exactitud el momento en que empecé
a escucharlo, pero viviré agradecido por siempre a lo que sea que me haya
acercado a él.
Es extraño el aprecio que siento
por este cantautor, su único mérito para despertar mi afecto, es hacer parte de
su obra una gran oda a la melancolía. Pero de alguna manera creo entender aquella
estima. Me reconozco en esa nostalgia artística del «Guerrero del folclore», en
esa manera tan suya de expresar el dolor y en la sensibilidad que le permite
compartirlo con sus seguidores.
Y es que a quien no se le ha
suavizado la vida al escuchar un «guerrerazo», que alce la mano al que Guayabo
de mes y pico no le haya arrugado el pecho, o que Mi testamento no
haya intentado lagrimearle los ojos. Nadie mis hermanos, que ose decir amar la
música de la tierra plana, habrá salido ileso de las letras del hijo querido de
Elorza.
Esa voz lastimera y sosegada ha
paliado los días más amargos de muchos. Nos ha recordado lo intrascendente de
nuestras vidas, y lo bueno que así sea. Nos ha enseñado a ir por el mundo sin
tanto afán ni complique y ha acompañado esos tragos en nombre de un amor
traicionero, o un calambre en el alma.
Un gracias es poco, pero es lo único que puedo ofrecerle al señor que ha inspirado este texto. Espero el destino lo trate con la mayor benevolencia posible y que los aparatos de sonido no lo apaguen jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario